Gaza es un infierno que, cada día que pasa, lo parece más, describe Doaa Ulyan desde la ciudad meridional de Rafah: bombas israelíes “diferentes a las que usaban antes” rompen el cielo con “enormes llamaradas de un rojo intenso”. La tierra en la que esta mujer fue “tan feliz” es ahora una “pesadilla”. Cada noche piensa que puede ser la última, relata por WhatsApp esta palestina de 36 años desde su precario refugio en Rafah. Lo peor de esa pesadilla de muerte, hambre y un “terror indescriptible” es que su marido y los dos hijos de la mujer —Rezeq, de 10 años, y Abdullah, de ocho— siguen padeciendo ese “infierno”, explica la madre con la voz quebrada.
Toda la familia de esta gazatí —padres, hermanos y hermanas— reside en Granada. Ella misma tiene un visado Schengen en vigor emitido por España. Pese a ello, está atrapada en Gaza: sus niños no disponen del documento. Incluso si lo tuvieran, la familia necesitaría que el Gobierno español hiciera gestiones ante Egipto e Israel para ponerse a salvo. Excepto en algunos casos, solo los palestinos que disponen de una segunda nacionalidad han podido atravesar el paso fronterizo de Rafah con Egipto.
Desde el principio de la guerra, Ulyan y su familia han implorado a diferentes organismos estatales y humanitarios en España que les ayuden a ella y a los menores a franquear la frontera. Sus padres, que residen desde 2012 en Granada, han multiplicado las gestiones para sacar a su hija y a sus nietos del enclave palestino y acogerlos en su casa en España. Hasta ahora, en vano, explica por teléfono desde la ciudad andaluza Malak Ulyan, hermana de Doaa.
Primero se dirigieron al Consulado General de España en Jerusalén, que contestó con un correo en el que les comunicaba que solo podía evacuar a españoles, sus padres, cónyuges e hijos menores, un “criterio que no es discutible”, aseguraba el mensaje. Bassem Ulyan, el padre de Doaa, acudió el 14 de diciembre a la Subdelegación del Gobierno en Granada, que remitió la documentación al Ministerio de Exteriores. En un correo dirigido a este periódico, ese organismo precisa: “La tramitación de los visados es competencia de los consulados correspondientes, por lo que el seguimiento de su situación no es competencia de esta Subdelegación”. Este diario ha preguntado también por el caso de Ulyan al Ministerio de Exteriores. Fuentes diplomáticas se limitaron a responder que ese departamento “había estado apoyando la salida [de Gaza] de ciudadanos hispano-palestinos acompañados de sus familiares directos”.
Al menos un país, Canadá, ha ofrecido a los parientes de sus ciudadanos que quieran abandonar Gaza un visado temporal. Esa posibilidad se ha extendido a familiares de segundo grado de canadienses. Doaa Ulyan tiene una hermana que ya es española.
Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete
Una casa destruida
Ulyan ha viajado en tres ocasiones a España con visados Schengen como el que aún tiene en vigor, un título de viaje que este diario ha podido consultar. El documento le permite permanecer en España durante 90 días, con múltiples entradas, y es válido hasta el 27 de febrero. En su última visita a sus familiares en Granada, la mujer viajó acompañada de sus hijos, que también disfrutaron de sendos visados. La familia siempre ha regresado a Gaza a su debido tiempo. Por eso, España les ha concedido esos tres permisos de entrada sucesivos. Su sueño no era emigrar ni establecerse en Europa. “Antes de la guerra, yo estaba completamente satisfecha con mi vida en Gaza”, dice Ulyan, “mis niños son estupendos, iban a la escuela, estaban inscritos en un club, y me encantaba mi casa”. Luego manda por WhatsApp unas fotos de un amplio y cómodo salón decorado con sofás y cortinas en tonos ocres. Esa casa ya no existe. Un bombardeo israelí la destruyó. Sus hijos aún no saben que ya no tienen un hogar al que regresar.
Ulyan es licenciada en Administración de Empresas y en secretariado internacional e idiomas. Hasta que en octubre la familia tuvo que huir de Ciudad de Gaza —obedeciendo la primera orden de evacuación hacia el sur del ejército israelí—, Ulyan trabajaba en el Fondo de Desarrollo y Préstamo Municipal (MDLF, por sus siglas en inglés), un organismo del Ayuntamiento de la ciudad financiado por el Banco Mundial. Su labor en esa institución —que gestionaba proyectos de desarrollo de las comunidades más empobrecidas de Gaza— le “encantaba”, asegura. Ella era “la única mujer de la oficina”.
Ulyan envía luego unas fotografías de sus vacaciones en España. Cuesta reconocer a esa mujer sonriente, que posa ante un muñeco de nieve en Sierra Nevada, o con sus hijos en la Alhambra, en las imágenes que también remite y en las que aparece muy desmejorada, haciendo pan en un horno improvisado con palos y papeles en el refugio que comparte en Rafah con otros desplazados. En esa ciudad del sur de Gaza y en su área aledaña—unos 100 kilómetros cuadrados—, se hacinan ahora la mayoría de los más de 1,9 millones de desplazados del total de 2,3 millones de gazatíes. “La gente está durmiendo en la calle” a falta de sitio alguno en “escuelas, hospitales ni en ningún edificio”, relataba la mujer a este periódico ya a principios de diciembre. No por ello el ejército israelí ha dejado de bombardear esa urbe ni las otras en las que Israel ha ordenado instalarse a los civiles.
Malak, la hermana de esta gazatí, relata desde Granada el sinvivir en el que se ha convertido para la familia Ulyan tener a Doaa y a sus hijos en Gaza, sin poder ayudarlos: “Mi padre sufre muchísimo cuando hablamos por teléfono con ella al oír la voz tan rota que tiene”, asevera la mujer. En las sucesivas ocasiones en las que Israel ha cortado las líneas de teléfono e Internet de la Franja, esta familia asentada en Granada pasa los días “consultando las listas de los muertos para ver si en ellas están Doaa, los niños o su marido”, lamenta Malak.
Mientras la cifra de muertos por la ofensiva israelí en Gaza se acerca a los 23.000, la mayoría menores y mujeres, otros 100.000 desplazados internos llegaron a Rafah en los últimos días de diciembre, huyendo de los bombardeos cada vez más intensos en localidades más al norte, como Jan Yunis y Deir al Balah, indicó un informe de Naciones Unidas sobre la guerra.
El 20 de noviembre, una bomba cayó a dos calles del refugio donde viven Doaa Ulyan y su familia. La explosión reventó los cristales e hizo temblar las paredes, mientras los niños “gritaban aterrados”. Ese día, Ulyan dijo a este diario: “Solo quiero que me ayuden a cruzar la frontera con mis hijos. A veces, tardamos dos días en encontrar pan para los niños. Nadie sabe lo que es que tus niños lloren de hambre y no tener comida para darles”. La mujer explicó que ella no comía para dárselo a sus hijos y que solo disponían de judías y algo de arroz que distribuía la ONU. El agua que beben la sacan de un pozo. “No exagero si digo que hay personas que se están muriendo de hambre. Mis palabras no bastan para describir el infierno que padecemos”, deploró entonces. Naciones Unidas advirtió a finales de diciembre de que la mitad de la población de Gaza está en riesgo de padecer una hambruna.
Las duras condiciones de vida se han llevado por delante la salud de esta mujer y de sus hijos. Ulyan padece desde hace años el síndrome del intestino irritable, una enfermedad que empeora con el estrés, la mala alimentación y la falta de agua potable. A esta madre se le acabó la medicación el 2 de diciembre y su dolencia está ahora descontrolada. Tanto que ha tenido que acudir al hospital.
Rezeq y Abdullah también han estado enfermos. El segundo, de ocho años, ha pasado en ocasiones “días enteros vomitando” y ambos tienen erupciones cutáneas. “La sensación de impotencia ante mis hijos por no poder proporcionarles comida saludable, higiene o mantas ahora que el frío arrecia es desgarradora”, lamenta la mujer. Luego recuerda cómo su hijo mayor, de 10 años, le preguntó un día: “Mamá, ¿no podríamos dormirnos y que al despertar esto haya sido solo una pesadilla?”.
Sigue toda la información internacional en Facebook y X, o en nuestra newsletter semanal.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites
_